En algún lugar del frente
De repente dejan de caer obuses a nuestro alrededor. El fuego continúa, pero ha avanzado un poco; nuestra trinchera está libre. Tomamos las granadas de mano, las tiramos delante del refugio y saltamos fuera. Aquel terrible bombardeo ha cesado, pero ahora efectúan, a nuestras espaldas, un intenso fuego de bloqueo. Ya está aquí el ataque.
Nadie podría creer que en este desierto removido quedaran hombres; pero ahora emergen de todas las trincheras los cascos de acero y a cincuenta metros de nosotros han emplazado ya una ametralladora que empieza a crepitar en seguida.
Las defensas de alambre están destruídas, pero todavía pueden contener un poco. Vemos acercarse a los atacantes. Nuestra artillería relampaguea. Matraquean las ametralladoras y crepitan los fusiles. Los del otro bando se esfuerzan por avanzar. Haie y Kropp comienzan a lanzar granadas de mano. Haie alcanza hasta sesenta metros y Kropp hasta cincuenta; eso está comprobado y es muy importante. Los de enfrente no podrán hacernos demasiado daño hasta que no estén a menos de treinta metros. Reconocemos las caras contraídas, los cascos planos: son franceses. Llegan a los restos de las defensas de alambre y tienen ya bajas visibles. La ametralladora que está cerca de nosotros ha segado toda una fila; despues tenemos muchas dificultades para disparar y pueden acercarse más. Veo a uno que cae en la trampa de un pozo con el rostro hacia arriba. El cuerpo se hunde como un saco, pero las manos quedan colgadas del alambre como si quisiera orar. Después el cuerpo se le separa totalmente y cae dentro, sólo quedan las manos seccionadas por las balas, colgadas del alambre con colgajos de carne de los brazos.
Cuando nos disponemos a retroceder emergen, delante de nosotros, tres rostros. Bajo uno de los cascos aparece una barbita negra, puntiaguda y dos ojos que me miran fijamente. Levanto la mano, pero me es imposible lanzar la granada en dirección a estos ojos singulares. Durante un instante de locura, la batalla gira como un torbellino alrededor de mí y de los ojos, únicos puntos inmóbiles; después, delante de mí, la cabeza se levanta, veo una mano, un movimiento y enb seguida mi granada vuela hacia allí.
Retrocedemos corriendo mientras lanzamos alambre de púas dentro de las trincheras y disponemos granadas a punto de estallar que nos guardan las espaldas con sus explosiones. Desde la cercana posición, las ametralladoras siguen disparando.
Nos hemos convertido en animales peligrosos. No combatimos, nos defendemos de la destrucción. No lanzamos las granadas contra los hombres --¡qué sabemos nosotros en estos momentos de todo esto!--, es la muerte la que nos acorrala agitando aquellas manos y aquellos cascos. Por primera vez, después de tres días, podemos mirarla a la cara; por primera vez, después de tres días, podemos defendernos. Nos posee una rabia loca. Ya no hemos de esperar, impotentes, tendidos sobre el túmulo; destruimos y matamos para defendernos, para defendernos y también para vengarnos.
Nos agachamos detrás de cada relieve del terreno, detrás de cada estaca de hierro, y lanzamos a los pies de quienes nos persiguen paquetes de explosivos, antes de huir. Las detonaciones de las bombas de mano repercuten con fuerza en nuestros brazos y piernas; agachados como los gatos, corremos inundados por esta ola que nos lleva y que nos hace crueles, que nos convierte en salteadores de caminos, asesinos, demonios si queréis; por esta ola que multiplicca nuestro vigor en medio de la angustia, el odio y el ansia de vivir, que busca nuestra salvación y que nos salva. Si tu propio padre viniera con los de enfrente, no dudarías en lanzarle una granada al pecho. Hemos evacuado las trincheras de primera línes. ¿Son trincheras todavía? Están deshechas, aniquiladas; no son sino fragmentos de trinchera, agujeros unidos por pequeños canales, embudos, nada más. Pero las bajas de los de delante aumentan. No habían privisto tanta resistencia.
Fragmento del capítulo VI de "Sin novedad en el frente" de Erich Maria Remarque
Nadie podría creer que en este desierto removido quedaran hombres; pero ahora emergen de todas las trincheras los cascos de acero y a cincuenta metros de nosotros han emplazado ya una ametralladora que empieza a crepitar en seguida.
Las defensas de alambre están destruídas, pero todavía pueden contener un poco. Vemos acercarse a los atacantes. Nuestra artillería relampaguea. Matraquean las ametralladoras y crepitan los fusiles. Los del otro bando se esfuerzan por avanzar. Haie y Kropp comienzan a lanzar granadas de mano. Haie alcanza hasta sesenta metros y Kropp hasta cincuenta; eso está comprobado y es muy importante. Los de enfrente no podrán hacernos demasiado daño hasta que no estén a menos de treinta metros. Reconocemos las caras contraídas, los cascos planos: son franceses. Llegan a los restos de las defensas de alambre y tienen ya bajas visibles. La ametralladora que está cerca de nosotros ha segado toda una fila; despues tenemos muchas dificultades para disparar y pueden acercarse más. Veo a uno que cae en la trampa de un pozo con el rostro hacia arriba. El cuerpo se hunde como un saco, pero las manos quedan colgadas del alambre como si quisiera orar. Después el cuerpo se le separa totalmente y cae dentro, sólo quedan las manos seccionadas por las balas, colgadas del alambre con colgajos de carne de los brazos.
Cuando nos disponemos a retroceder emergen, delante de nosotros, tres rostros. Bajo uno de los cascos aparece una barbita negra, puntiaguda y dos ojos que me miran fijamente. Levanto la mano, pero me es imposible lanzar la granada en dirección a estos ojos singulares. Durante un instante de locura, la batalla gira como un torbellino alrededor de mí y de los ojos, únicos puntos inmóbiles; después, delante de mí, la cabeza se levanta, veo una mano, un movimiento y enb seguida mi granada vuela hacia allí.
Retrocedemos corriendo mientras lanzamos alambre de púas dentro de las trincheras y disponemos granadas a punto de estallar que nos guardan las espaldas con sus explosiones. Desde la cercana posición, las ametralladoras siguen disparando.
Nos hemos convertido en animales peligrosos. No combatimos, nos defendemos de la destrucción. No lanzamos las granadas contra los hombres --¡qué sabemos nosotros en estos momentos de todo esto!--, es la muerte la que nos acorrala agitando aquellas manos y aquellos cascos. Por primera vez, después de tres días, podemos mirarla a la cara; por primera vez, después de tres días, podemos defendernos. Nos posee una rabia loca. Ya no hemos de esperar, impotentes, tendidos sobre el túmulo; destruimos y matamos para defendernos, para defendernos y también para vengarnos.
Nos agachamos detrás de cada relieve del terreno, detrás de cada estaca de hierro, y lanzamos a los pies de quienes nos persiguen paquetes de explosivos, antes de huir. Las detonaciones de las bombas de mano repercuten con fuerza en nuestros brazos y piernas; agachados como los gatos, corremos inundados por esta ola que nos lleva y que nos hace crueles, que nos convierte en salteadores de caminos, asesinos, demonios si queréis; por esta ola que multiplicca nuestro vigor en medio de la angustia, el odio y el ansia de vivir, que busca nuestra salvación y que nos salva. Si tu propio padre viniera con los de enfrente, no dudarías en lanzarle una granada al pecho. Hemos evacuado las trincheras de primera línes. ¿Son trincheras todavía? Están deshechas, aniquiladas; no son sino fragmentos de trinchera, agujeros unidos por pequeños canales, embudos, nada más. Pero las bajas de los de delante aumentan. No habían privisto tanta resistencia.
Fragmento del capítulo VI de "Sin novedad en el frente" de Erich Maria Remarque
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